Por Arturo Rodríguez García, 6 diciembre, 2017
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CIUDAD DE MÉXICO (apro).- A finales de 2011, Enrique Peña Nieto, entonces aspirante a la candidatura presidencial, sostuvo una reunión con su equipo cercano con el propósito de definir la posición del PRI en el Congreso respecto a una ley que pretendía dotar de un marco jurídico a la participación de las Fuerzas Armadas en tareas de seguridad pública.
En abril de 2009, el entonces presidente Felipe Calderón, había enviado al Congreso una iniciativa de Ley de Seguridad Nacional, para normalizar la militarización que desde el inicio de su mandato implicó, de hecho, una suspensión de garantías en amplias zonas del país. Faltaba pues que esa presencia fuera conforme a derecho.
Los priistas propusieron una adición a la iniciativa calderonista, para que las Fuerzas Armadas pudieran intervenir en protestas sociales que representaran “una amenaza”, antigua invocación para designar las oposiciones a los regímenes desde 1916. La discusión fue en 2011 y el momento no era propicio, pues había nacido el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad, que se oponía a esa ley, y la seguridad no era un tema empático de cara a las elecciones.
Peña retomó la propuesta de su partido ya en el poder, con la iniciativa de reforma al 29 constitucional para normar la suspensión de garantías; la intervención de comunicaciones de ciudadanos incómodos se permitió hasta el exceso; creó con militares la Gendarmería, pero siguió usando soldados disfrazados de policías en protestas. Ahora, insiste en que se apruebe la Ley de Seguridad Interior, de similar cuño, consecuente con los anteriores.
Pocos parecen recordar el contexto previo y al menos una generación transitó de la infancia a la adultez en medio de la violencia, verde olivo y armas largas, asimilado a su entorno. Inició a finales de aquel 2006 de convulsiones sociales:
Fue el año de la contención militar a los deudos de la mina Pasta de Conchos, donde murieron 65 mineros; de la violenta redada de Lázaro Cárdenas Michoacán y la ocupación militar de comunidades mineras; de las movilizaciones que reclamaban fraude electoral; de la violación tumultuaria de 13 mujeres perpetrada por un pelotón de soldados que custodiaba boletas electorales en Coahuila; de la represión a la rebelión ciudadana de Oaxaca. Fue el año que inició marcado con sangre y semen, en la redada brutal de San Salvador Atenco que recién sancionó la justicia internacional.
La protesta social siguió recibiendo las embestidas del ejército, muchas veces con disfraz de Policía Federal, como ocurrió con la extinción de Luz y Fuerza del Centro o en la huelga de Cananea.
A partir del 1 de diciembre de 2012 el uso de los militares para reprimir la protesta social se profundizó. Los conflictos sociales aumentaron, principalmente, por proyectos energéticos, mineros y de infraestructura hasta llegar a más de 300 este año. Los ataques a dirigentes sociales y defensores de derechos humanos crecieron.
El registro del Comité Cerezo –que incluye nombres de las víctimas, lugares y fechas—muestra que, con Peña Nieto, las agresiones aumentaron, para acumular mil 372 casos hasta mayo pasado. En el mismo período, mil 97 personas han sido detenidas y encarceladas en el contexto de protestas sociales, mientras que en los primeros cuatro años de Calderón sumaban 737. Los asesinatos de dirigentes sociales –los redactores del informe le llaman ejecución extrajudicial por acción, omisión o aquiescencia—en el sexenio de Calderón fueron 63; con Peña iban 123 hasta mayo, mismo mes en el que ya sumaba 99 desapariciones –contra 53 que se registraron en todo el sexenio anterior—y que incluye la desaparición de los 43 de Iguala con indicios de participación militar. Los indicadores no exculpan al calderonismo, sólo muestran el paulatino endurecimiento.
A 11 años de distancia, la promesa de modernizar y limpiar las policías es sólo eso y, en un país pleno de inconformidad contra la clase política –excepto porque la presión internacional los ponga en aprietos–, se está concretando la legalización de lo que las Fuerzas Armadas han sido siempre para el sistema (como quedó acreditado en mi libro El regreso autoritario del PRI. Grijalbo. 2015): un instrumento hasta ahora ilegal de control político y social interno, un autoritarismo más perfecto.
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