Agosto de 2001. Los hermanos Cerezo –Alejandro, Héctor y Antonio- y otros dos compañeros de lucha son detenidos, encerrados y torturados en un país oficialmente democrático, México. Acusados de “terrorismo” por su actividad militante como estudiantes de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), se convirtieron en los primeros presos políticos y de conciencia del gobierno de Vicente Fox.
No fue este un mal arranque, dicho sea a modo de paréntesis, para el penúltimo presidente mexicano, quien en un foro sobre la pobreza celebrado en Guayakil (Ecuador), se declaró honrado de haber trabajado como gerente de la Coca-Cola.
El episodio represivo, uno más en la larga lista de denuncias de las organizaciones de Derechos Humanos en México, dio pie a la creación del Comité Cerezo para el apoyo a los presos políticos y de conciencia. Este colectivo no constituye un caso singular. Al contrario, forma parte de la red de organizaciones que en México denuncian los cada vez más frecuentes ataques a los derechos humanos.
Las cifras cantan. Actualmente existen en México 250 presos políticos documentados. Entre 2002 y 2008 se produjeron 1.373 detenciones por razones políticas, sin que en la mayoría de los casos hubiera orden de detención o esta fuera irregular.
Sin embargo, explica Héctor Cerezo, las detenciones son sólo uno de los mecanismos utilizados por el estado mexicano “en un contexto de creciente criminalización de la protesta social; se utilizan también otros métodos más expeditivos, como las desapariciones forzosas o las ejecuciones extrajudiciales”.
El último de los ejemplos se ha producido en Chiapas, uno de los territorios más castigados por la represión. Allí han sido detenidos por el gobierno estatal cinco dirigentes sociales (en sólo diez días) por participar en las movilizaciones que reivindicaban mejoras para el gremio de los maestros.
Pero no se trata de una excepción. En el pasado mes de junio, José Juan Rosales, del Sindicato Mecánico de Electricistas, fue asesinado cuando salía de su domicilio, en un contexto de lucha por parte de los 44.000 trabajadores del sindicato por regresar a su puesto de trabajo. La Federación Sindicalista Mundial ha apuntado al gobierno de Felipe Calderón como responsable de este crimen y subraya la complicidad de los poderes públicos en el mismo.
Otros casos, como el de Raúl Hernández, se han convertido en ejemplos recurrentes de cómo en México se reprime a la disidencia. Acusado de un supuesto homicidio, el líder indígena fue detenido hace más de dos años en el estado de Guerrero. Todo el proceso desde su arresto está plagado de irregularidades e inconsistencias, denuncia la organización indígena a la que pertenece (OPIM). Una vez más, la lucha social y por el respeto a los derechos humano subyace bajo la detención.
Hechos como los señalados no han pasado inadvertidos a Naciones Unidas. En un informe que recopila datos entre 2006 y 2009 se documentan 128 casos de agresión a defensores de derechos humanos. Pero si graves son estos hechos no lo es menos el grado de impunidad, que según el mismo informe alcanza el 98,5%.
Tampoco la información libre resulta mejor parada. La onU lo subraya con un ejemplo contundente: México es después de Irak, y desde hace algunos años, el país donde más riesgos entraña el ejercicio del periodismo. De hecho, 40 periodistas han sido asesinados (uno por mes) durante el mandato de Felipe Calderón.
Pero la razón de fondo que explica el menoscabo de los derechos humanos en México es común al continentes americano y remite al modelo socioeconómico neoliberal implantado en las últimas décadas. Es lo que apunta Adrián Ramírez López, presidente de la Liga Mexicana de Derechos Humanos: “La principal violación de los derechos humanos es la que resulta de negar a una persona el derecho al trabajo con una retribución justa”.
Y es que la coyuntura socioeconómica mexicana no se corresponde con los alardes del presidente Felipe Calderón en los foros internacionales. De hecho, según el Consejo Nacional de Evaluación de la Política Social (Conejal), prácticamente la mitad de los mexicanos son pobres. A quienes padecen pobreza alimentaria, añade el organismo oficial, se suman otros 31 millones que no alcanzan a satisfacer necesidades de transporte, vivienda o servicios médicos. En total, 50,6 millones de personas (el 47,4% de la población).
Ahora bien, si esta realidad no es extraña en un país azotado por el capitalismo neoliberal, ¿Qué rasgos explican de manera específica la realidad mexicana? En primer lugar, la militarización del país con la excusa de la lucha contra el narcotráfico, ya anunciada por el presidente Calderón durante su primer acto de gobierno en 2006. La denominada guerra contra la droga se ha cobrado nada menos que 27.000 muertos.
¿Qué esconde la guerra contra el narco? En opinión de Héctor Cerezo, “se trata de una mera cortina de humo; nos hallamos realmente ante un nuevo ciclo de criminalización de la protesta social con la excusa de las drogas y, además, con una impunidad absoluta. Existen numerosos ejemplos de cómo el ejército está masacrando a la población civil”.
Hay también un factor que los observadores europeos ignoran con frecuencia y que sirve para completar el análisis. “El estado mexicano y el narcotráfico no han de considerarse, en ningún caso, realidades separadas, y menos aún confrontadas. Al contrario, el negocio de las drogas se halla estrechamente vinculado al mundo de la política y de la empresa privada”, aclara Cerezo.
Es, por tanto, el nexo militarización-narcotráfico en un escenario de grave crisis económica el que explica el proceso de creciente represión que viven los movimientos sociales en México, una realidad que, como subraya Adrián Ramírez, guarda un símil con la Colombia de Uribe y de Santos. De entrada, por el vigor del fenómeno paramilitar: los 150.000 desertores del ejército en los últimos cinco años –según fuentes oficiales- han pasado a engrosar en buen parte las filas del paramilitarismo.
Pero, sobre todo, por el Plan Mérida, una réplica del Plan Colombia puesta en marcha hace tres años que implica la asistencia militar y venta de armas de Estados Unidos a México con la excusa, una vez más, de combatir el narcotráfico. “Además de los grandes beneficios que obtienen los grandes loobys de la industria militar estadounidense, el Plan Mérida implica depositar una parte de la soberanía nacional en manos de los marines, la CIA y el Departamento de Estado”, ha asegurado Ramírez.
Por la presencia del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), Chiapas es el ejemplo más notorio de represión militar, junto al estado de Guerrero. Sin embargo, han trascendido menos los asesinatos en Chihuahua, donde el año pasado murieron ocho personas ejecutadas extrajudicialmente. En lo que coinciden los observadores, más allá de la enumeración de crímenes, es que la actividad represiva se centra en las zonas con mayor pobreza y corrupción, y donde históricamente ha habido una lucha más intensa por las tierras y por los derechos civiles y políticos.
Capítulo aparte merece el estado de Oaxaca, donde en 2006 el levantamiento popular contra el gobernador Ulises Ruiz se saldó con 20 muertos, centenares de detenidos y numerosos torturados. El pasado mes de abril, también en Oaxaca, la dirigente social, Bety Cariño, y el observador finlandés Jyri Jaakola, murieron asesinados cuando participaban en la Caravana de Apoyo y Solidaridad con San Juan Copala, municipio que desde hace unos meses vive cercado por grupos paramilitares.
Y, dado que la represión se extiende, al propio tiempo se sofistica y especializa. Por ejemplo, con la tortura sexual; 46 mujeres fueron violentadas y agredidas sexualmente en mayo de 2006 en San Salvador Atenco, en el contexto de uno de los operativos policiales más brutales de la historia de México, que finalizó con dos jóvenes asesinados y más de 200 detenciones arbitrarias.
Organismos de Derechos Humanos aseguran que la tortura sexual no es de ningún modo arbitraria. Más bien responde a una estrategia de represión diseñada desde los aparatos del estado, como prueba el hecho de que los agentes policiales actúen con guantes de látex y preservativos, con el fin de no dejar huellas cuando perpetran las violaciones.
Todo este cúmulo de ejemplos basta para cuestionarse por la calidad de la democracia mexicana, más allá de las proclamas oficialistas y de la visión que pueda tenerse en Europa. Una violencia estructural que afecta al conjunto de la población, y que se encarniza principalmente con los activistas sociales y defensores de los derechos humanos (a los que el discurso oficial convierte muchas veces en delincuentes) aflora bajo la fachada democrática.