El jueves pasado un juez del Estado de México sentenció entre 31 y 45 años de prisión a Ignacio del Valle y a otros once integrantes más del Frente de Pueblos en Defensa de la Tierra, por el delito de secuestro equiparado, que se suman a los 67 años de prisión que previamente se les había impuesto por los hechos del 3 de mayo de 2006 en San Salvador Atenco.
La sentencia resulta, además de inesperada, excesiva, y muestra con elocuencia, sin entrar en mayores detalles o adjetivos, lo desigual de la justicia en México, porque este mismo tipo de penas no se aplican a narcotraficantes, ni a políticos corruptos, ni a secuestradores, ni a contrabandistas, quienes en caso de caer en la cárcel, suelen salir con inusitada rapidez, sus expedientes estar “casualmente” mal integrados y salir con una celeridad sospechosa. Se criminaliza la protesta social.
Sin problema salió el hijo del Chapo Guzmán de la cárcel, su papá se fugó de un penal de “máxima seguridad”, a René Bejarano casi se le piden disculpas pese a lo evidente de sus delitos, a los Bribiesca no se les investiga seriamente pese a las enormes evidencias de tráfico de influencias, pero a los acusados de subvertir el orden por motivos políticos se aplica todo el peso de la ley, y si se puede, más.
Recuerdo, a propósito de Atenco, una aguda reflexión de Sergio Aguayo en el sentido de que era imposible pedirle a los pobladores de Atenco que no se indignaran ante la aprehensión de sus dirigentes, cuando al mismo tiempo la prensa ventilaba, con todo detalle, las raterías del ex gobernador mexiquense Arturo Montiel, quien en cambio fue exonerado de todo delito por una comisión a modo instalada por su sucesor Enrique Peña Nieto.
Hemos dicho que la pobreza no es la única causa de los estallidos sociales, sino que ésta ha de estar aderezada con una fuerte dosis de impunidad e injusticias. Es decir, la gente se alza no nada más porque sea pobre, sino porque además está enojada porque se siente ignorada o burlada.
Éste, el de Ignacio del Valle y los integrantes del FPDT, es el caso.
La semana pasada se cumplieron siete años de prisión de los hermanos Cerezo Contreras, acusados, junto con Pablo Alvarado de detonar explosivos en una sucursal bancaria de Tlalpan en 2001, a nombre de las Fuerzas Armadas Revolucionarias del Pueblo (FARP).
Con el paso del tiempo fueron dejados en libertad Alejandro Cerezo y Pablo Alvarado, el amigo que le sirvió a la autoridad para configurar el delito de delincuencia organizada, pero quedaron recluidos Héctor y Antonio, quienes en diversos momentos y sin mediar razón jurídica explícita fueron movidos del penal de alta seguridad del Altiplano (antes Almoloya o La Palma) a uno de mediana seguridad en Morelos, donde están a la espera de recobrar su libertad en febrero próximo.
Acusados de ese delito concreto, con el tiempo fuentes de inteligencia oficial han dejado entrever que como son considerados los hijos de Tiburcio Cruz, quien es señalado como el dirigente máximo del EPR, en realidad son “acusados” de eso, de ser hijos de un guerrillero, y que su situación jurídica estaría a expensas del comportamiento del grupo armado en el contexto nacional, lo que virtualmente convierte a los hermanos en rehenes de Estado.
Nosotros mismos publicamos esta línea argumentativa, en cuya explicación se esconde un tácito manejo discrecional y político de la justicia mexicana, que antes que juzgar hechos y castigar delitos, es usada como arma de contrainsurgencia.
No prejuzgo sobre acciones constitutivas de delito en el caso de Atenco o de los hermanos Cerezo, pues carezco (más en el segundo que en el primer caso) de elementos para culpar o absolver a nadie. Sin embargo, como dato duro tenemos que las actuaciones de los jueces reafirman esa tendencia a ensañarse con los opositores políticos y ser generosos con los verdaderos criminales de este país, con los dueños del dinero y con los que pueden pagarse sentencias ventajosas. De eso está hecha la justicia mexicana.