En la euforia de lo efímero, los medios de comunicación se han regocijado de una tragedia: el asesinato de dos policías de la Federal Preventiva. Hora tras hora, desde el gordo locutor matutino, que ahora sale disfrazado de un aburrido y plano lector de noticias, hasta los “sesudos” comentarios de un puñado de intelectuales, hacen escarnio de un gran acto de injusticia. Porque el escarnio no es únicamente la burla sino también la utilización inmoral de una serie de imágenes terribles. Por el lado de la clase política, aunque a algunos les podía parecer que después de los video escándalos no podían caer más bajo, la carrera por ganar la medalla a la declaración más estúpida está muy cerrada. Desde aquella que formuló el suspirante sustituto a jefe de gobierno del DF achacándole a los usos y costumbres la infame acción, cuando no hay un sólo antecedente en ese sentido en esa población y sí, en cambio, ya va siendo un uso y costumbre de este personaje el hacer declaraciones tontas. Hasta el señor del Yunque -grupo paramilitar de la extrema derecha mexicana- que despacha en la secretaría de Seguridad Pública Federal, que en una demostración de que el humor involuntario sigue siendo tarjeta de presentación de los que gobiernan, señaló que no se pudo mandar helicópteros por el riesgo de que con una pedrada los tiraran, convencido de que en Tláhuac hay muchos émulos del Toro Valenzuela. El problema, sin embargo, es más complejo. El rencor social que se agolpa en los pechos de los ciudadanos es gigantesco. Nadie se ha puesto a pensar por ejemplo en lo siguiente: si uno revisa las informaciones sobre narcotraficantes, bandas del crimen organizado, secuestradores, roba automóviles, violadores, rateros, etcétera, podrá observar que en un porcentaje muy alto de ocasiones se trata de policías en activo o que alguna vez lo fueron, o soldados y, sobre todo, oficiales del ejército federal. En ese sentido, lo peor que pudieron hacer los policías asesinados fue mostrar sus credenciales de miembros de la PFP. Igualmente, la situación se hace aún más complicada, cuando analizamos la idea de que el Estado (el poder) es el único detentador de la violencia legítima. Esto ha sido interpretado en México, y creemos que en casi todo el mundo, como la patente de corzo para realizar los actos más atroces. Hacer la lista sería interminable. Tlatelolco 1968, el jueves de Corpus 1971. La desaparición de cientos de ciudadanos mexicanos perpetrada por el ejército federal y los cuerpos policíacos en gustoso cumplimiento de las órdenes de diversos presidentes de la república. La masacre de Acteal, en Chiapas; la masacre de Aguas Blancas, en Guerrero; la masacre del Bosque, otra vez en Chiapas. El asesinato de Digna Ochoa convertido en suicidio por varios servidores de un gran ilusionista. El asesinato de Pável González, igualmente convertido en suicidio por los mismos. La tortura y el enjuiciamiento injusto de varios altermundistas que en Guadalajara se manifestaron contra los señores del dinero. El encarcelamiento ilegal de los hermanos Cerezo, auténticos rehenes del Estado mexicano. No es justificación, pero la rabia anda a flor de piel. Entonces, como decía Freud, el Estado quiere tener el monopolio, no de la violencia legítima, como ingenuamente soñó Max Weber sino de “todas las injusticias, todos los atropellos que deshonrarían al individuo”, se molesta y se enoja y declara que esto no quedará impune, no por la gravedad de los hechos sino por algo más sutil: nadie puede usurparles el monopolio de la violencia ilegítima. Quien se oponga a esa visión será tratado como enemigo de guerra, imponiéndose la máxima de que “quien no esté conmigo está contra mí”. Con esto se polariza la situación social y se avanza en una perspectiva beligerante, más en el momento en que el Estado y sus mediaciones políticas pierden las pocas referencias sociales con las que contaban y ahora, liberado de esas molestas ataduras, se agudizan todos los rasgos más mórbidos de un poder que lleva en su frente el símbolo de la muerte. En el subsuelo hay rabia, pero también empiezan a existir procesos de organización que ya no tan sólo resisten a la ofensiva del capital sino que están ejerciendo su derecho a autogobernarse. Parafraseando a Alexis de Tocqueville: Si fueran buenos observadores se darían cuenta de que una tormenta se avecina. Pero, en la actualidad, como lo único que ven es la televisión y las variaciones en las encuestas, será muy difícil que se percaten de esa rabia y esa organización. Como nunca, de la sabiduría de la sociedad mexicana depende que esta fase mórbida impuesta desde el poder para hipnotizar no se convierta en mortecina para los de abajo.
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La "justicia" y el rencor
Editorial. Revista Rebeldia #26, diciembre 2004
diciembre de 2004, por
El súbdito aislado puede comprobar con espanto en esta guerra, lo que ya eventualmente se le quiso inculcar en tiempos de paz, y es que el Estado prohíbe al individuo hacer uso de la injusticia, no porque aquél quiera abolirla, sino porque quiere monopolizarla, como la sal y el tabaco. El Estado beligerante se permite todas las injusticias, todos los atropellos que deshonrarían al individuo.
Sigmund Freíd