Doce horas después de los tres estallidos que ocurrieron en los primeros minutos del lunes 6 de noviembre, nadie había reconocido la autoría de esos atentados. Es posible conjeturar, por la naturaleza de los blancos escogidos, el propósito de quienes perpetraron estos hechos, pero sólo se puede propiamente descifrar el mensaje que se buscó esparcir, cuando se conoce el origen de estos ataques.
La sola circunstancia por la que cobra algún sentido, la bomba que estalló en el interior del edificio del PRI, es el conflicto de Oaxaca. Ese partido dejó de ser el factor hegemónico de la política nacional, al grado de que no sólo perdió dos veces la Presidencia de la República, y el control de las Cámaras Federales, sino que ahora en ellas no es siquiera la minoría más grande. En la de diputados se rezagó hasta tener la tercera posición. En el DF, donde ocurrió el atentado, es prácticamente una fuerza política en liquidación. Su protagonismo actual concierne al apoyo que su liderazgo nacional, los gobernadores de esa filiación y el coordinador de los diputados priístas, ofrecen a Ulises Ruiz, cuya retirada del gobierno de Oaxaca es demandada casi universalmente.
Hace un mes se produjo un ataque semejante en la capital oaxaqueña, no contra sedes políticas o administrativas, sino contra sucursales bancarias, que en la breve historia de los atentados de este género, son el blanco más menudo escogido. El dos de octubre estallaron petardos en instalaciones de Banamex, Banorte, y Santander-Serfín, de la ciudad de Oaxaca. Se atribuyó la autoría de esos hechos, que causaron daños materiales, una Organización revolucionaria Armada del Pueblo de Oaxaca, que hasta ese momento no había hecho acto de presencia de ninguna manera. Por ocurrir esos ataques en pleno conflicto entre el gobierno local y la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca, la APPO, esta agrupación se vio en el caso no sólo de declararse ajena al acontecimiento, sino que sugirió que podría tratarse de una maniobra gubernamental, ya que el uso de la violencia a cargo de grupos clandestinos (o parapolicíacos), ha sido parte de la estrategia de Ulises Ruiz Ortiz, para combatir a sus opositores.
También con Ruiz podría tener alguna vinculación el ataque al Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación. Más inmediatamente podría pensarse que se atentara contra su sede, en vista de sus resoluciones sobre la elección presidencial, que han sido rechazadas por un importante sector de la población. O que se quiso ofrecer una amarga bienvenida, a los nuevos integrantes de su sala superior, que el domingo, horas antes del estallido, habían asumido las responsabilidades que les entregaron la Suprema Corte y el Senado de la República. Pero dado que fue el PRI otro blanco, quizá el hecho que los vincula, fue la intervención del Trife, en la confirmación de la victoria electoral de Ruiz, que los órganos electorales locales le habían asignado, pese a la multitud de pruebas de irregularidades aducidas por el candidato contrario, Gabino Cue, ahora senador de la República.
Esta y otras conjeturas que podamos concebir, con los escasos elementos con que contamos, o aun con mayores datos, difícilmente podrán ser validadas o contradichas por investigaciones formales, porque en este como en otros terrenos de su incumbencia, la Procuraduría General de la República, esté a las órdenes de quien esté, se ha caracterizado por su ineficacia, cuando no por su abulia.
Un mes después de los estallidos oaxaqueños, la indagación formal no permite saber siquiera, si la organización que se ufanó de haberlos provocado existe o nó. Lo mismo hay que lamentar respecto de otros petardazos ocurridos el 18 de noviembre de 2005, en sucursales de BBVA Bancomer en Atizapán y Tlalnepantla. Ya pronto se cumplirá un año de esos hechos y la PGR sólo ha sido capaz de suponer, o mejor dicho, de imaginar— que los grupos que aparecieron como autores del delito, el Grupo México Unido Contra la Pobreza o el Comando Armado México Bárbaro, son disfraces o cuando más, derivaciones del Ejército Popular Revolucionario. En la misma situación se halla la pesquisa sobre otro atentado, más remoto (de mayo de 2004), ocurrido en Cuernavaca, (o para mayor precisión en Jiutepéc, municipio conurbado a la capital morelense). En el marco de movilizaciones contra el gobernador, Sergio Estrada Cajigal, un presunto Comando Jaramillista 23 de Mayo, puso bombas en sucursales bancarias, sin que se haya detenido a nadie por ello.
La única vez que la investigación ministerial condujo a la identificación de presuntos autores de bombazos contra sucursales bancarias, el resultado ha sido un fiasco, más no inocuo, sino causante de graves violaciones a los derechos humanos. En agosto de 2001, los hermanos Héctor, Antonio, y Alejandro Cerezo (y otras personas) fueron aprehendidos, bajo la acusación de colocar esos petardos.
Desde la detención misma hasta esta fecha, los procedimientos en este caso han estado regidos por la arbitrariedad, de cuya magnitud da cuenta el hecho que, señalados como responsables de los mismos delitos, Alejandro Cerezo ha quedado en libertad, enteramente absuelto, mientras que sus hermanos, padecen prisión en penales de alta seguridad.
Independientemente de los lugares y fechas de su comisión, y de quién se arrogue cometerlos, un denominador común emparienta a este género de atentados: No se proponen matar ni herir, sino sólo propagar un mensaje y de paso causar daños materiales. Quizá eso revele su origen.