—¡Oscar, espera!- La voz de Julia lo detuvo en seco. Frente a él, la noche sin luna, oscura, de llanto ahogado, silenciosa. A su espalda, saliendo del cuarto, la figura turbada, el rostro asustado de Julia. Oscar no volteó a verla, tampoco respondió a su llamado, sólo se detuvo. Tenía miedo, tanto miedo a sí mismo que deseó correr, adentrarse en la noche y perderse. Quería huir, escapar, como si fuese un fugitivo, correr y correr hasta reventar los pedazos dispersos de su corazón. No parar, no descanzar, sólo correr. ¿Adónde? Eso no importaba, escapar, huir era lo único que cobraba sentido en ese momento, lo único a lo cual debía su existencia.¿A caso no la vida es un huir continuo? Y esa verdad, cruel, la sabe más que nadie el fugitivo, el que huye la sabe y carga ese sabor religiosamente hasta su muerte, hasta su última huida. No, Oscar no quería voltear, quería huir, pero sus pies permanecían quietos, desobedientes, pisando con aplomo esa misma tierra yerta que lo sujetaba. Sus pies se habían rebelado, lo habían traicionado. Ahora cuando más necesitaba de ellos, de su fuerza, de su agilidad, obedecían a una fuerza extraña, ajena a él, desconocida. Su voluntad era imponente, una idea, un ente subjetivo, metafísico, inútil, inservible para actuar o mandar, para correr y completar su huida.
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