Coliflores hervidas, nunca más. Es el anhelo de Antonio Cerezo para este 2009. Su hermano Héctor piensa en otras cosas: ir a la playa, ver con sus propios ojos el Metrobús, rencontrarse con los amigos que terminaron sus carreras y tuvieron hijos durante el tiempo que él ha pasado en la cárcel.
En el blog del Comité Cerezo se lleva la cuenta regresiva. Faltan 35 días para que los dos hermanos cumplan su sentencia completa: siete años y medio por delincuencia organizada, posesión de armas, cartuchos y explosivos. Fueron detenidos el 13 de agosto de 2001 en su domicilio, en una escarpada callejuela de Xochimilco, señalados como responsables del estallido, seis días antes, de tres bombas en sucursales de Banamex, y de pertenecer a las Fuerzas Revolucionarias Armadas del Pueblo (FRAP), junto con otro hermano, Alejandro, y dos hombres más, Pablo Alvarado y Sergio Galicia. Este último fue liberado casi de inmediato.
La organización guerrillera, escisión del antiguo Procup, que actúa al margen del esquema del Ejército Popular Revolucionario (EPR), aseguró en su momento que los detenidos no eran combatientes suyos. Los hermanos Cerezo también lo negaron, pero hubo una razón de fondo, no admitida por ninguna de las partes, que selló el proceso judicial que los declaró culpables.
Según datos divulgados por inteligencia militar, los hermanos Cerezo son hijos de Francisco Cerezo Quiroz y Emilia Contreras, seudónimos de Tiburcio Cruz y Elodia Canseco, presuntos máximos dirigentes del EPR. El matrimonio vive en la clandestinidad al menos desde 1991.
Rehenes
El proceso de los Cerezo, según denunciaron sus sucesivas defensoras –primero la penalista Pilar Noriega, luego la abogada Digna Ochoa, asesinada ese mismo año, y finalmente Bárbara Zamora–, nunca ofreció un juicio justo. La instrucción fue cerrada prematuramente sin cumplir el plazo para que los acusados reunieran pruebas de descargo.
El fallo expresó que los hermanos Cerezo no estaban organizados para cometer actos terroristas, pero “había indicios de coincidencias ideológicas” con grupos armados, lo que “les daba la posibilidad de delinquir”.
Dicen: “Somos rehenes, moneda de cambio. Pagamos una sentencia injusta y somos tratados como delincuentes de alta peligrosidad”. Al momento de su detención, Alejandro –exculpado hace dos años– tenía 19 años, Héctor 22 y Antonio 24. De agosto de 2001 a enero de 2005 estuvieron en La Palma (hoy Altiplano). Ese mes Héctor fue trasladado a Matamoros un año y regresado en 2006 a La Palma. Antonio pasó ese año en Puente Grande. En diciembre de 2007 fue llevado a Morelos, donde se reunió con su hermano Héctor en marzo de 2008.
En el Cereso de Atlacholoaya se les mantiene en un módulo con medidas especiales, aunque el acceso de las visitas es regular. Y, lo más importante para ellos, ya no tienen restricciones para recibir libros.
Libros contra la locura
“Órale –les dice Alejandro al depositar sobre la mesa de un locutorio la bolsa del mandado, con un rico guisado, tortillas del día y muchos libros–, lean mientras puedan. Ya verán cuando se los chupe la rutina.”
Disciplina, ejercicio, lectura, salud mental a toda costa. “Fueron las tareas que nos impusimos los tres desde el principio, como una forma de no permanecer en el hermetismo. Porque el preso pertenece al mundo aunque el sistema trata de mantenerlos fuera de él”, filosofa Antonio.
Cuenta que en el penal de Matamoros fue encerrado en aislamiento riguroso durante 96 días, aunque legalmente sólo se puede imponer ese castigo durante 15. “Tenía una hora de patio en solitario, 10 minutos de llamada telefónica y derecho a tres libros cada ocho días”. Se bebió como si fueran un antídoto contra la locura Los Miserables, El Conde de Montecristo, Papillón, Sabines, Gorostiza, Marx, Lenin, Mao. Leyó, entre otras cosas, que un líder comunista sirio había permanecido 10 años en confinamiento solitario y había salido cuerdo. Leyó el caso de 10 tupamaros en condiciones similares; sólo tres enloquecieron. Y de Nelson Mandela. “Si ellos pudieron resistir, yo también, pensaba. Me aferré a la vida como una forma de vencer la injusticia que se me impuso.”
Sus palabras recuerdan el tono y las ideas de algunas de las cartas de su madre, que siempre empezaban con las mismas palabras: “Mis amores...”
–Pues claro. Mis hermanos Francisco y Emilio las copiaban y nos las llevaban manuscritas a La Palma. Me daba mucha alegría saber, primero, que mis papás están vivos. Y luego, porque me daban mucho material para reflexionar. Lo único malo es que no escribiera más seguido.
Conseguir el permiso para la visita en Atlacholoaya es engorroso, pero finalmente, después de varias horas, estamos juntos en una área especial, lejos de la romería que se monta cada domingo en el patio donde se reúnen los presos y sus familias. En el área de los consultorios de sicología les asignan un cubículo a cada uno, siempre el mismo. Sospechan que todas sus visitas son grabadas. No se les permite estar juntos. Un humor filoso los mantiene sonrientes todo el tiempo.
Cuenta Antonio: “El 13 de agosto como a las siete de la noche estaba viendo en la tele lo de los atentados en Banamex. Pensé: pobres güeyes si agarran a los responsables. Y a las 10 de la noche ya estábamos ahí... los pobres güeyes íbamos a ser nosotros”.
En estos siete años, los hermanos Cerezo pagaron muchos platos rotos por otros. Por ejemplo, cuando dos policías fueron linchados en Tláhuac por una turba, en noviembre de 2004. Se dijo que los instigadores eran del EPR. “Cuando lo supimos nos dijimos: van a usar esto de pretexto para golpearnos. Hay que estar preparados para lo que venga”, dice Héctor. “Y tal cual, dos meses después yo llegaba a Matamoros junto con Osiel Cárdenas, con todo el estigma que significa ser comparado con él. Y Antonio iba a Puente Grande con otros dos no menos célebres, Daniel Arizmendi y Rafael Caro Quintero”.
A finales de 2006, por las mismas épocas de unos estallidos de bombas en el Distrito Federal, las autoridades carcelarias circularon un boletín interno especulando que los hermanos presos “se podrían suicidar”, con lo que reforzaron la vigilancia a grados obsesivos. A mediados de 2007, después de los atentados del EPR contra instalaciones de Pemex, vuelven las represalias contra los Cerezo.
La vida light
Héctor acaba de cumplir 31 años “y oficialmente ya dejé de ser joven”, dice. Considera que su vida antes de caer preso era “bastante light”. Había dejado sus estudios de filosofía en la UNAM para ayudar al menor, Alejandro, que había decidido cursar dos carreras simultáneas. Administraba una cafetería que vendía productos comunitarios, por Villa Olímpica. “Y pensaba que en ese momento la lucha armada en México estaba en un impasse. Veía que el EZLN intentaba salir a la vida política y otras organizaciones pasaban por un proceso de divisiones.”
Durante sus tres primeros años de encarcelamiento logró avanzar seis materias de la licenciatura presentando exámenes extraordinarios, con ayuda de sus maestros. Empezó a trabajar su tesis, “Una refutación a John Holloway”. Llevaba ya el primer capítulo escrito a mano con un cartucho de pluma atómica. Un día, durante un cateo de celda “se perdió” su trabajo. Pasaron muchos años antes de que pudiera volver a tener material para escribir. 2006 y 2007 fueron los peores años, sin poder leer. “Ahora nos estamos desquitando a lo bestia. Leemos dos libros a la semana, en promedio”. También escribe: “cartas al mundo”, cuentos y poesía, que se pueden leer en el portal del Comité Cerezo.
“Los sicólogos de la cárcel, que me clasificaron como peligroso, me preguntan que por qué estudio filosofía, que por qué lo cuestiono todo. Yo les digo que de eso se trata la filosofía, de cuestionarlo todo para cambiar el mundo.”
–¿Qué planes tienes para cuando estés libre?
–Inevitablemente, terminar la carrera. Por lo demás, quisiera esconderme debajo de una concha de tortuga. Pero creo que tendré que dedicarme a la defensa de los derechos humanos, continuar la labor de mis hermanos.
–¿Eres optimista?
–De eso me acusan, sí. Pero serlo exige un gran esfuerzo. Cuesta mucho no renunciar a las ideas en las que creemos. No lo hemos hecho, y además las defendemos abiertamente, aunque algunos crean que es una actitud suicida. Es nuestro derecho, y no por estar presos vamos a renunciar a él.
Como esponjas para captar el mundo exterior
Antonio, que tiene 29 años, también ha alcanzado logros, aunque no académicos, porque su escuela, la Universidad Autónoma Metropolitana, no lo ha apoyado. Pero tiene ya, manuscrito, un libro de cuentos que espera poder publicar, con un prólogo de Paco Ignacio Taibo II. Y planea otro libro sobre las cárceles.
“Vivimos en nuestras celdas como esponjas, asimilando todo lo que podemos del exterior. Se trata de oír y leer todo lo posible para hacernos una idea de cómo está el mundo al que vamos a salir. No sé como será el estrés postraumático, pero tenemos disciplina para superarlo.”
–¿Y cómo crees que está ese “mundo exterior”?
–Pésimo, peor que cuando caímos presos, desde luego. Lo que percibo es que el gobierno mexicano quiere copiar todo lo malo que tiene la experiencia colombiana con su concepto de seguridad democrática. El Estado sabe que hay un gran descontento que tarde o temprano va a hacer crisis, pero no tiene ni idea de cómo enfrentar ese momento. Se habla del centenario de la Revolución, el 2010, como si fuera un fantasma. Desgraciadamente la descomposición que hoy vemos puede llevar a la gente a desconfiar de la vía democrática. Pero tampoco es una condición que necesariamente se va a dar.