Para Guadalupe Avianeda, de 87 años de edad, su más grande alegría es el trabajo, porque desde niña aprendió en su casa que cuando alguien quiere algo en la vida lo tiene que ir a buscar, y ¿cómo?, dice, “pues trabajando. No hay de otra”.
Originaria de Huetamo, Michoacán, de las tierras ricas en ajonjolí, donde a esta mujer se le forjó un carácter fuerte, y su voz también es fuerte, firme, pero que a la vez transmite ternura, platica en entrevista con RS.
Es amable, aunque dice que ahora está muy molesta, porque se encontró con “escorpiones”.
Se refiere al personal que supervisa a las trabajadoras de intendencia en la preparatoria Carmen Serdán del Instituto de Educación Media Superior (IEMS) de la Ciudad de México, donde pasó ocho años de su vida, durante los cuales no cotizó al Instituto del Seguro Social (IMSS) ni gozó de prestaciones.
El IEMS, al negarle a Guadalupe Avianeda su derecho a la seguridad social durante los ocho años que laboró en ese plantel, también le niega la oportunidad de pensionarse, pues no alcanza los días de cotización.
Además, cuenta, recibía maltratos. Unos eran por parte de sus compañeras que le colgaron cuanto apodo se les iba ocurriendo, la Chimultrufia, uno de ellos.
Pero también por parte de algunos elementos de seguridad, “quienes supuestamente resguardan el plantel”, y por órdenes de la supervisora de las trabajadoras le impidieron el paso el 8 de marzo, justo la fecha en que se conmemora el Día Internacional de la Mujer. “Ese día fue como recibir un balde de agua fría”, expresa con una voz entrecortada que produce el coraje de haber perdido el trabajo sin motivo. “No di ninguna razón para que me corriera, de verdad, señorita”.
La arbitrariedad no vino sola.
Al momento de ser despedida, Guadalupe Avianeda tenía un sueldo de dos mil 800 pesos, dinero que le fue retenido en sus últimas quincenas. A esto le achacaron que ella se comportaba grosera con los maestros de la preparatoria.
“Me fui, no insistí más en que me dejaran hacer mis labores, porque yo no hice nada malo”, cuenta.
Esta mujer, a quien de más joven le gustaba a ir a los museos casi de la mano del arquitecto, sociólogo y urbanista Jorge Legorreta, a quien conoció a través del radio, cuando escuchaba su programa, explica que su lucha porque le restituyeran su empleo comenzó en la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), la cual, señala, “no sirve para nada”.
Fue en esta búsqueda de justicia laboral que llegó al Comité Cerezo, organismo de defensa de los derechos humanos, a cargo de los hermanos Alejandro y Héctor Cerezo, quienes al conocer la situación de esta mujer de la tercera edad decidieron enarbolar la batalla y buscar los mecanismos para resarcir el daño económico y moral.
Guadalupe comparte que la supervisora le inventó que tenía quejas de los profesores.
“Eso no es cierto. El abogado que lleva mi caso me pidió conseguir cartas de recomendación de los profesores de la prepa. Y las tengo, de verdad que las tengo. Entonces, por grosera me premian con cinco cartas”.
Abre su corazón y dice que el que le hayan dejado su trabajo sí la pone muy triste.
“Toda mi vida he trabajado, no me gusta depender de nadie, nunca, porque yo me sé valer por mí misma”, asegura.
Dice que tiene nueve hijos. “Uno vive allá, en la ciudad de los rascacielos”, se refiere a Nueva York. Otros están repartidos en los estados, en la República.
Guadalupe vive en la zona del Toreo de Cuatro Caminos. Sola, aunque una de sus hijas está muy cerca, pues ni la molesta.
A sus casi 90 años no le duele nada.
“Puedo caminar muy bien. No padezco diabetes ni hipertensión ni ninguna de esas enfermedades a las se enfrentan muchas personas que llegan a mi edad, pero ya con muchos achaques. Yo no, yo estoy muy bien, fuerte para trabajar”.
Se le pregunta exactamente qué es lo que busca ante la Junta Local de Conciliación y Arbitraje.
“Que me devuelvan mi trabajo”, dice de manera contundente.
En su historia laboral en la Ciudad de México, a los 28 años, cuando dejó los campos de Huetamo, se dedicaba a la costura. Aquí en la capital del país se casó y vivió con su esposo hasta hace tres años, cuando él falleció de una complicación en los riñones. Dice no extrañarlo, porque, reitera, que se vale por sí misma.
Tras la costura, salió de su casa y se empleó en una fábrica de llantas para bicicletas. Luego se fue a una acerera, donde sabía que se dedicaba a la construcción de elevadores.
“Yo oía eso, porque nunca iba a esa zona. Ahí era cocinera, y donde duré 25 años, donde siempre me trataron bien, porque yo me dedico a trabajar, en cada empleo a eso voy, no a perder el tiempo”, dice quien deja ver la formación estricta que la erigió como una persona responsable.
Ahora que está sin empleo, advierte, no quiere decir que no haga nada.
Cuenta que sale a comunidades pobres de la ciudad y ayuda a mujeres en diversas tareas, como barrer. Por supuesto, no hay paga monetaria, pero la remuneración es sentirse viva, aunque ya le preocupa que se le hayan acabado los ahorros.
Admite que era beneficiario del programa de ayuda alimentaria que se otorgaba a través de una tarjeta.
“Hace unos días vino la trabajadora social, y me recogió la tarjeta, que porque me van a dar la del aumento de la pensión alimentaria, pero aún falta un par de meses”, dice resignada.
¿De qué va a vivir mientras?, se le pregunta.
“Se lo juro que de hambre no me voy a morir”