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La dinámica de guerra contra el pueblo y sus organizaciones políticas, culturales, sociales y de derechos humanos

Jueves 15 de octubre de 2009, por Comité Cerezo México

el Estado considera que su verdadero enemigo es todo actor social, individual o colectivo, que no está de su parte; el enemigo es todo aquel que denuncia y se oponge a esta guerra, a su dinámica y a los efectos de la misma

Publicado en Revista Revuelta
Antonio Cerezo
Octubre de 2009

Desde mediados de los noventa, y de manera acelerada, así como a partir del comienzo del sexenio de Felipe Calderón, el Estado desarrolla y profundiza, con distinta intensidad, la llamada “guerra contra el narcotráfico y la inseguridad” en todo el territorio del país. Sin embargo, el análisis de la estrategia, el método y los resultados de esta supuesta guerra nos muestra que los objetivos de tal política de Estado van más allá de lo que se dice en los discursos oficiales y en la gran mayoría de los medios masivos de comunicación. Es más, si analizamos este fenómeno a profundidad, descubrimos que los objetivos ni siquiera son los que se dicen públicamente.

Uno de los objetivos no públicos que el Estado ha logrado alcanzar, después de un esfuerzo continuo de años, es involucrar a una buena parte de la sociedad (sino es que a toda) en una dinámica de guerra, pero, y he aquí lo grave, esta guerra no es contra el narcotráfico y la inseguridad, sino en contra de las organizaciones sociales, políticas, de los defensores de los derechos humanos y de todo actor social que disienta, principalmente, del proyecto económico de país que actualmente se impulsa, y lo que está en juego en esta guerra es el control social. Bajo esta dinámica, el Estado ha forzado a todos los actores sociales a tomar partido: con él o contra él; ésa es la crudeza de su lógica.

Lo que el Estado le exige a todas las organizaciones sociales, políticas y de derechos humanos es el aval de cada una de las medidas propuestas y llevadas a cabo por éste, sin cuestionamiento alguno; es decir, exige un apoyo irrestricto.

El Estado (a través de sus instituciones) polariza cada día más a la sociedad; construye, con todos los medios a su alcance, dos bandos confrontados, de esta manera limita el espacio para la mediación de conflictos y para la neutralidad: o se está con él o contra él. Y quien no está con él pasa de manera automática a ser considerado enemigo público, enemigo de la sociedad, sujeto del linchamiento mediático y de propaganda negra, de la aplicación de leyes creadas especialmente para quienes se oponen, de cualquier forma, a la dinámica de guerra impuesta, leyes que han legalizado la violación sistemática de los derechos humanos, y que contravienen los tratados y protocolos internacionales, que han sido firmados por el Estado mexicano en esa materia.

Pero, ¿para qué lograr ese control absoluto de la sociedad? Para satisfacer los intereses económicos y políticos de los grupos de poder dominantes: grandes empresas trasnacionales y grupos de poder económico-nacionales. ¿Qué implica ese control social que pretende ser absoluto? La desarticulación del pueblo organizado mediante la criminación, que justifica la represión del Estado en su contra, ya que dicha organización se ha convertido en el principal obstáculo para la realización acelerada de los planes económicos y políticos de quienes nos impusieron esta guerra.

La llamada “guerra contra el narcotráfico y la inseguridad” es en realidad una guerra impulsada por el Estado para lograr el control absoluto de la sociedad, y esta guerra actúa contra las organizaciones sociales, políticas, culturales y de derechos humanos.
Resulta entonces que nos han impuesto una guerra y, por tanto, querámoslo o no, las organizaciones hemos comenzado a desarrollar nuestras actividades bajo esa dinámica de guerra impuesta. Por ello, varios de los mecanismos tradicionales de denuncia, organización, movilización, defensa de los derechos humanos e, incluso, de relación con las autoridades, ya no son tan efectivos como lo fueron en momentos anteriores.

El modelo represivo, que en los últimos años ha impuesto el Estado, concibe a muchas de las organizaciones, antaño consideradas por el Estado como interlocutores legítimos, como enemigas que debe destruir y/o neutralizar, de aquí que organizaciones defensoras de los derechos humanos sean objeto del hostigamiento y vigilancia permanente.

Ahora bien, no es que voluntariamente el movimiento social asuma la dinámica de guerra, sino que ésta se impone como algo que pretende ser inevitable e inmodificable. Las organizaciones sociales están siendo arrastradas a una lógica de desgaste que pretende desarticularlas y, finalmente, romper el tejido social que las sustenta.

Sin embargo, existe un elemento de suma importancia que no se debe perder de vista: en esta guerra sólo existe un ejército y un cuerpo de fuerzas armadas legales e ilegales (creadas y controladas por el Estado) que son utilizados contra la sociedad y sus organizaciones.

En esta guerra no hay dos oponentes en igualdad de capacidades o que, con desigualdad de capacidades, busquen el enfrentamiento; para nada, en este momento existe un Estado que desarrolla una guerra contra la sociedad y sus organizaciones, y que justifica su actuar construyendo un supuesto enemigo interno, al cual combate permanentemente con toda su fuerza: el narcotráfico y la delincuencia organizada.

Sin embargo, el Estado considera que su verdadero enemigo es todo actor social, individual o colectivo, que no está de su parte; el enemigo es todo aquel que denuncia y se oponge a esta guerra, a su dinámica y a los efectos de la misma.

La sociedad y sus organizaciones no están en guerra contra el Estado, pero sí luchan haciendo uso legitimo de los derechos consagrados en nuestra Carta Magna, para que el Estado cumpla con sus obligaciones legales que están encaminadas a lograr el bienestar social, y a evitar que el Estado continúe siendo el instrumento de un pequeño grupo social que impone sus intereses, por medio de la fuerza, a las mayorías. Por el contrario, el Estado desarrolla y profundiza la guerra contra la sociedad y sus organizaciones.

¿Qué hacer frente a este nuevo contexto? ¿Cómo desarrollar nuestra actividad para que sea efectiva? ¿Cómo modificar esa dinámica de guerra que nos imponen?
El primer paso para hacer que nuestra actividad sea más efectiva es tomar conciencia de que las circunstancias han cambiado: el Estado nos impone una dinámica de guerra y, por ende, nos mira como si fuésemos un enemigo al cual se debe destruir y/o neutralizar. La comprensión de esta nueva circunstancia nos va a permitir generar y perfeccionar los mecanismos necesarios para, en primera instancia, amortiguar los actos de represión en nuestra contra; en segunda, seguir realizando nuestras actividades; en tercera, hacerlas más efectivas, y en cuarta, detener y abortar la dinámica de guerra en un mediano plazo.

Debemos ser muy claros: aunque se nos impone una dinámica de guerra, luchamos porque ésta no se fortalezca e intensifique; luchamos para que, desde los marcos constitucionales, podamos frenarla. Por eso no debemos cerrar los ojos ante el hecho de que día con día la práctica represiva golpea a más y más organizaciones sociales.

El segundo paso es tomar conciencia de que el Estado, si bien todavía diferencia su trato hacia las distintas organizaciones que formamos parte del movimiento social, a todas las considera un sólo enemigo a vencer: desde las más pequeñas hasta las más grandes; desde las más moderadas en sus objetivos hasta las más radicales. Dicho en otras palabras, la dinámica de guerra empuja al Estado y sus instituciones a homogenizar las organizaciones: todas son, a final de cuentas, su enemigo, pues obstaculizan, de una manera u otra, el desarrollo de sus planes, a menos que estén abierta o veladamente de su lado y los impulsen.

Ante esa percepción que el Estado tiene sobre el movimiento social, debemos generar las capacidades necesarias para impulsar, de forma integral, en todas las organizaciones y un proyecto de unidad contra la guerra y por la defensa de los derechos humanos. Sabemos que hay diferentes esfuerzos unitarios, sabemos que varios han fracasado; sin embargo no podemos dejar de “empujar” hacia la construcción de una fuerza social que sea capaz de evitar la profundización del proceso totalitario que vivimos.

Más allá de las diferencias, hay una realidad que se impone: la guerra contra la sociedad y sus organizaciones. Estamos a tiempo de detenerla sin elevar todavía más el costo en vidas humanas que esa lucha ha tenido.

El tercer paso es comprender que esta dinámica de guerra se desarrolla en todo el país, pero con diferente intensidad y con diferentes formas, mismas que dependen de la etapa de aplicación en que se encuentra el Estado. Por eso no es lo mismo hablar de lo que sucede en varias regiones del estado de Guerrero, que hablar de lo que sucede en Querétaro, por ejemplo.

No es necesaria la aparición pública de un grupo insurgente en algún lugar del país para que el Estado nos someta a una dinámica de guerra; basta con que existamos como organizaciones que se oponen a sus planes y políticas para que nos introduzcan en esa dinámica.

No pretendemos agotar el tema con este pequeño análisis, tampoco pretendemos haber encontrado todos los pasos necesarios para enfrentar la realidad tan compleja que se nos presenta a quienes pretendemos construir un país más justo y democrático, donde el respeto a todos los derechos humanos sea el eje rector de cada una de las políticas del Estado.

No faltará quien considere que nuestros planteamientos son exagerados, ojalá que tengan razón y la realidad de la represión no los desmienta.

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