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Saberse persona en la sociedad mexicana

Martes 28 de junio de 2016, por Comité Cerezo México

De acuerdo con la revista Proceso (que se basó en un informe de las organizaciones Acción Urgente para Defensores de Derechos Humanos, Campaña Nacional contra la Desaparición Forzada y el Comité Cerezo México), en el sexenio pasado hubo 999 casos de detención arbitraria; en 30 meses de la nueva gestión se cuentan mil 138

En México no hay un Nicolás Maduro, y no lo ha habido, en sentido literal, desde hace más de cien años. Hay un sistema mucho más complejo, más entretejido, cercano a lo que Vargas Llosa bautizó como la “dictadura perfecta”.

Carlos Alejandro Noyola Contreras
Autor de Costumbres correctas (Texere, México, 2014) y consejero editorial de la revista Opción. Colabora en MUNDIARIO

No nos asustamos cuando oímos que hubo una balacera, que una mujer desapareció, que un funcionario público utilizó su poder para beneficiar a alguno de sus amigos, que hubo muertos producto de un choque entre policías y manifestantes. No, en México ya no nos preocupamos, es parte de la cotidianidad. El problema mexicano no es único, según el Informe global de homicidios 2013 de la ONU, los países con mayor número de homicidios son Honduras, Venezuela y Belice; México en el décimo puesto con 21.5 homicidios por cada cien mil habitantes, pero se tiene que analizar a la vista de que la situación no mejora. Un ejemplo son los números que cita el diario ABC de España y 24 horas de México, aportadas por el Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática (INEGI), que apuntan 164 mil muertos en el periodo 2007-2014, frente a los 103 mil del mismo periodo que suman los muertos de Afganistán e Irak (según la ONU y la página web Irak Body Count, respectivamente). Allende que no mejora, los mexicanos somos indolentes. En la segunda mitad de 2014 la capital del país se convulsionó por protestas frente a la desaparición y presunto asesinato de 43 jóvenes estudiantes a manos de policías y sicarios; no se sabe qué le pasó a los estudiantes, los decesos continúan, y las protestas pararon hace mucho. Hay que preguntarse qué puede estar pasando para que los ciudadanos se sienten en sus casas ante la tragedia.

Los medios informativos nos bombardean a todas horas con nuevas cifras de violencia, aunque en sucesos recientes como el enfrentamiento entre manifestantes y maestros en Noxchitlán -pueblo del estado de Oaxaca, al sur del país-, han sido los testigos quienes han informado antes que muchos reporteros. A pesar del bombardeo no está claro si sabemos lo que está pasando. Una aproximación es el acceso a internet por el alcance y la rapidez de transmisión. El Banco Mundial estima que en 2015 había en México 44.4 usuarios de internet por cada cien habitantes, es decir, menos del 50 por ciento. Aún si tomamos datos más optimistas, como los de la Asociación Mexicana de Internet (Amipci), citada en una nota de la revista Expansión, los usuarios de internet apenas superaban la mitad de la población el año pasado (51 por ciento), y esto no es una gran noticia, pues el INEGI reportó en su Encuesta Nacional sobre Disponibilidad y Uso de Tecnologías de la Información 2015, que 6 de cada 10 hogares no tienen el servicio. Incluso suponiendo que el dato este subestimado, habría que analizar lo que hacen los usuarios cuando están conectados. La misma asociación afirma que la principal actividad en la web es el intercambio de correos, seguido del uso de redes sociales. No lectura, no búsqueda de información. Después tener cuidado con la calidad de la información, pero eso es mucho pedir con este panorama.

Entonces los medios denuncian diario ante una audiencia reducida. Por un lado ese reducido grupo cree dominar la situación, se harta, critica en el mejor de los casos. Los periódicos no pueden seguirle aumentando signos de exclamación a cada nueva noticia inaudita: el periodismo se torna insulso, acusa desmedidamente, prostituye sus frases. Y con todo esas cabecillas sobre la tragedia mexicana lideran la opinión, que aprueba al presidente -Enrique Peña Nieto- apenas el 30 por ciento, lo que no había sucedido desde hace veinte años. Por otro lado, el mexicano no sabe lo que pasa en su ciudad, ya no digamos en el país. Si nos preguntamos por la indiferencia aquí hay una línea a poner atención: un hombre que no sabe que algo está pasando no puede actuar sobre ese algo. Peor: un hombre con miedo lucha contra él más fácilmente cuando tiene alguien que le acompañe que tiene el mismo miedo -como un grupo de alcohólicos anónimos-, pero uno que se cree solo es probable que se ahogue.

Irenäus Eibl-Eibesfeldt, fundador de la etología humana -rama de la biología que estudia el comportamiento humano en su medio natural- habla de dos formas de dominio en una sociedad: el represivo, que se basa en la violencia, someter o atemorizar al otro, y el tutelar, basado en asentimiento, producto de un proceso electivo que reconoce cualidades prosociales de ciertos miembros de una comunidad. Históricamente, la comunidad se rige por escalas jerárquicas dadas por esas cualidades prosociales. Uno puede entrar a cualquier salón de clases de jóvenes preuniversitarios y se dará cuenta luego de un rato de quiénes son los líderes, en gran parte por sus destacadas cualidades para interactuar con los demás que su grupo reconoce. La violencia generalizada en las urbes que presenciamos (perteneciente a la categoría del dominio represivo), se debe al desconocimiento de sus integrantes, lo que Eibl-Eibesfeldt llama sociedades anónimas, sociedades de la desconfianza. Si lo vemos de una forma más radical, como Eric Hoffer en su libro The true believer, para que surja un movimiento social se necesitan fanáticos, personas en búsqueda de una identidad que estén dispuestas a todo por ella, pero para unirse primero tienen que saber que hay otros como ellos allá afuera buscando lo mismo. Si el ciudadano no sabe que alguien más tiene las mismas quejas, que a miles más los han saltado, les han matado un familiar, los han amenazado, guardará su miedo para intentar seguir una vida normal. Para los dictadores esto es oro: si la sociedad no está unida, sin conciencia colectiva del problema, no habrá reclamos, mucho menos revolución.

Desde que regresó el Partido Revolucionario Institucional (PRI) al poder en 2012 -partido que controló hegemónicamente México por 70 años-, la represión ha incrementado. De acuerdo con la revista Proceso (que se basó en un informe de las organizaciones Acción Urgente para Defensores de Derechos Humanos, Campaña Nacional contra la Desaparición Forzada y el Comité Cerezo México), en el sexenio pasado hubo 999 casos de detención arbitraria; en 30 meses de la nueva gestión se cuentan mil 138. Lo mismo con los presos políticos: había 124 en 2013; el año pasado las organizaciones reportaron 224, un aumento del 80 por ciento en dos años. A esto han seguido los intentos por criminalizar la protesta, como la iniciativa de Ley General de Regulación de Manifestaciones Públicas para la capital, ya en la lista de asuntos pendientes de los legisladores, luego de que la aprobaran dos comisiones de la cámara baja de representantes en 2013. La ley obligaría a avisar con 48 horas de anticipación al gobierno sobre las protestas planeadas, estarían limitadas a un horario, no podrían bloquear avenidas principales (bajo amenaza de ser disueltas a la fuerza), y solo podrían llevarse a cabo aquellas que tuvieran un “objeto lícito”, siguiendo las “buenas costumbres”, de acuerdo con el documento oficial. Es, sencillamente, el regreso del autoritarismo. Una protesta sancionada por el estado y sujeta a las concepciones gubernamentales de lo que es un reclamo ciudadano lícito, no es una protesta, es una alabanza al poder que no acepta oposición.

En México no hay un Nicolás Maduro, y no lo ha habido, en sentido literal, desde hace más de cien años. Hay un sistema mucho más complejo, más entretejido, cercano a lo que Vargas Llosa bautizó como la “dictadura perfecta”. No hay una sola figura reconocible como el enemigo a quién derribar. Hay muchos, cientos de jugadores tras bambalinas que se cambian de partido una vez al año, que contaminan toda la esfera política. Es un grupo numeroso, no unido bajo ninguna red de partido o amistad común, pero a diferencia del hombre y mujer promedio, con conciencia colectiva. El político mexicano sabe que a pesar de sus diferencias a muerte con otros colegas, sus privilegios como funcionario son primero, sabe que, no importa cuánto quiera un puesto, asegurar la existencia de una membresía limitada para la élite va antes. Los que caminamos por las calles no: estamos dispuestos a entregar al que va a lado si estamos en riesgo. No se trata de una teoría conspiratoria, sino de la simple pero desastrosa carencia de saberse parte de una sociedad: no estamos conscientes de que vivimos los mismos problemas, de que lo que ahora pasa en comunidades rurales no tiene por qué no pasar en las ciudades, de que solo una ciudadanía unida puede hacer frente a lo que la ataca.


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